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La calle como lugar seguro

24 marzo, 2017 Federico Otero Sociedad 0
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La calle es ese lugar del que, la mayor parte de las veces, solemos escapar para encerrarnos. La calle es lo poco de territorio común que quedó en la ciudad, aquello que no fue apropiado por nadie, y que ya nadie respeta. La calle se ha vuelto sinónimo de lo más oscuro, de lo más rancio, de las facetas humanas más despreciables, del frío, de la noche, del hambre y del delito. El imaginario social así considera la calle, como un lugar que la noche y la ausencia de gente vuelve automáticamente peligroso, y si a eso le sumamos el bombardeo mediático obtenemos un resultado explosivo: la paranoia colectiva.

Por eso al salir de la casa de una amiga caminé hasta altas horas de la madrugada por la calle. Y me encontré con seres humanos, que como tales tienen necesidades y deseos, fantasías y realidades, opiniones y verdades, razones y sentimientos, conciencia e inconsciencia.

– Hola, ¿querés un pucho? – invité cordialmente.
– Si padre, gracias – me respondió con igual amabilidad Raúl, mientras reposaba una mano en su media pierna y la otra en el suelo cubierto por una sucia colcha.

Raúl es de San Martín. Tiene unos 50 años. Antes de vivir en la calle trabajaba en una fábrica como operario. Era un explotado más de este sistema. Vivía con su pareja y el hijo de ella. El chico empezó a vender drogas desde su adolescencia, hecho que Raúl consideraba atroz y que intentó “corregir”.

– Lo que pasa es que la madre no le decía nada, y yo me peleaba con ella, porque lo quería corregir.
-¿Cómo lo corregías? – interrogué.
– Lo trataba de corregir – remarcó Raúl mientras con su mano hacía el típico gesto de “te voy a fajar”.

El tiempo pasó y Raúl llegó una noche a su casa exhausto. Llevaba una vida sufrida. Las largas jornadas de trabajo, las peleas con su mujer y los golpes a su hijastro lo habían llevado a buscar en el alcohol un último refugio para aliviar las penas. Pero esa noche cambiaría su vida para siempre.

– Le atravesé una faca de acá hasta acá – me cuenta mientras me explica el “de acá hasta acá”: en el antebrazo, a unos centímetros de la muñeca, desde adentro hacia afuera, atravesando músculo, tendón y hueso.

La mujer lo denunció por violencia doméstica y lo echó de la casa. En su trabajo se enteraron de este episodio y acto seguido lo despidieron. En un instante vio como su entera vida se desplomaba. Y a la calle fue a parar.

– Yo estoy acá desde hace siete años.
– ¿Y qué te pasó en la pierna? – le pregunté.
– Un día revisando la basura para encontrar comida me corté con una lata de tomate. Estuve dos años sin darle bola, pero una noche me empezó a doler sin parar. Estuve así cuatro meses, se me hizo una gangrena. Fui al hospital y me dijeron que tenían que amputarme media pierna. Y cuando me dieron el alta volví acá.

Por un momento imaginé que Raúl deseó nunca haber tenido el alta médica. Pero me equivoqué.

– Acá estoy cómodo, es mi lugar. Ya estoy acostumbrado.
– ¿Nunca te llevaron a un refugio? – pregunté con ingenuidad.
– Na – sentenció como si fuera obvio lo que iba a responderme. Puedo tomarme el colectivo que va hasta Retiro, ahí hay un refugio. Pero estoy más seguro acá que allá. Allá si me quedo a dormir me roban hasta la manta que tengo. Y encima nos hacen levantar temprano y a las 10 de la mañana hay que desocupar las habitaciones y volver a la calle.

Me interesó bucear un poco más en su mente, y le pregunté:

– ¿Qué pensás del futuro, cómo lo ves?
– No se, yo acá estoy bien – respondió un poco desconcertado y otro poco desganado.
– ¿Y de política estás más o menos al tanto de lo que pasa? Vos que vivís acá debes conocer mucho como se vive el día a día- lo animé a reflexionar.
– Yo con Macri no quiero saber nada, es un nazi hijo de mil puta. Cuando era jefe de gobierno me mandaba la policía para que me eche de cada cuadra donde paraba. Con Cristina estábamos mejor, nos respetaba.

“Nos respetaba” dice, aferrándose a lo poco que le queda. Con Macri la gente de la calle era barrida como la basura de las veredas. Con Cristina se les aseguraba que iban a seguir estando en la calle. Raúl cobra una pensión mísera por discapacidad, pensión que es mísera desde hace varios años. En su larga supervivencia callejera han pasado gobiernos con distinta piel pero con la misma sangre.

– Yo la verdad estoy acá porque no me queda otra. Muchas veces pienso en lo lindo que debería ser tener una casa, un techo. Pero si pienso en alquilarme una pieza no me alcanza la plata para comer, y ¿entonces qué voy a hacer? – me pregunta y me invita a mirar su cuerpo mutilado. Mi mirada es invadida por la vergüenza; miro al piso y hago un silencio.

– Hola amigo, ¿cómo estás? – se acerca a nosotros Jonathan, de 26 años, amigo de Raúl y compañero de la calle. Boludo, me quiero matar, recién pasó la cana y me sacó el vino, le dice a Raúl. Raúl ni se inmuta.
– Bueno, te compro uno si querés – le digo.
– No, ¿en serio? – me interpela con una alegría desbordante.
– Si, vamos – le digo.

Caminamos tres cuadras hasta el kiosco que a esa hora sigue vendiendo alcohol. Son las tres de la mañana, hace calor y las cucarachas se adueñan de las veredas. Al llegar al kiosco, pido una caja de Termidor blanco con un sobre de jugo Tang. El dueño del local nos mira mal. Pago, nos damos media vuelta, guardo el vino en mi mochila para que no caiga en manos de la policía y emprendemos la marcha hacia donde está Raúl. Al llegar, Jony busca una botella para preparar el trago de la noche. Cinco minutos más tarde me encuentro sentado en ronda con ellos dos, compartiendo cigarrillos y vino y hablando de la vida.

– ¿Cómo terminaste acá en la calle? – le pregunto a Jonathan.
– Hace cinco días que estoy acá, yo trabajo de plomero y gasista – me responde convencido de que su situación de calle es puramente algo accidental, una pequeña anécdota en la totalidad de su existencia.

Jonathan nació en Liniers. Su papá trabaja desde hace años como camionero transportando petróleo.

– Mi viejo tiene toda la guita guacho, pasa que nunca me dio pelota. Hace la que quiere. Él va, viene, está con sus minas, le chupa todo un huevo.

Su madre le hizo sentir siempre su ausencia:

– Mi vieja nunca me dio pelota. A los 14 años yo pasaba más tiempo en la calle que en mi casa.

Las malas juntas lo llevaron a Jonathan a ser parte de una banda organizada de delincuentes a sus 17 años. Todas las semanas le llegaba un “pedido”, un papel con instrucciones claras de como proceder: a quién robar, dónde y cuándo.

– Yo iba con mi compañero en una moto a robar, amigo. Llevaba una mochila con dos 38 y balas, y nos poníamos pasamontañas.

Una de esas personas a las que Jonathan le tocó asaltar era un narcotraficante que distribuía cocaína y marihuana en la villa 21-24 de Barracas. Los asaltos al narco se volvieron un ritual, y el botín repartido era cada vez mayor.

– Yo caía a mi casa con mucha plata, y mi vieja me preguntaba de dónde la sacaba. Yo le decía que trabajaba de albañil, que levantaba paredes. Un día me tocó hacer una changa de albañil, ¿sabés dónde? En la casa del narco. El chabón me vio cara conocida y me empezó a apurar. “Yo a vos te conozco guacho”, me decía. Pero yo la re caretée. Al rato estábamos tomando merca y viendo el partido de Argentina. Arriba de la mesa habían ametralladoras y un ladrillo así de merca guacho, no te jodo – y me palmea el brazo para reafirmar la fidelidad del relato.

Los asaltos al narco continuaron un tiempo, y Jonathan se entusiasmaba cada vez más. El último robo fue un episodio catastrófico.

– Estaba solo y le saqué al narco ochenta lucas, un bloque así de cocaína y uno así de marihuana. El tipo salió corriendo, y cuando quise volver hasta la moto escuché un grito de un gendarme.

No era uno sino varios los oficiales armados que lo detuvieron a él. En un instante se encontraba tirado en el asfalto, recibiendo patadas, culatazos de escopeta, insultos y amenazas de los uniformados. El comisario de la dependencia más cercana llegó al rato y le propinó un durísimo pronóstico: “Pibe, hacete la idea de que cuatro o cinco años te comés adentro”. A partir de esa noche, la vida de Jonathan se convirtió en un calvario.

– Estuve preso en Misiones, en Devoto, en Mercedes. Cada vez que entraba a una cárcel me miraban como si fuera un narco.
– ¿Y por qué te cambiaron tantas veces de cárcel? – quise averiguar.
– Porque yo no me banco una, amigo. ¿Me entendés? Yo me plantaba en todas.

Acto seguido, me muestra un sinfín de cicatrices en su cuerpo que las peleas a chuchillazos le habían dejado. La última me perturba: a un costado de la tetilla derecha una cicatriz gigante atraviesa su pecho en diagonal hasta el esternón.

– Acá me salvé de milagro – me cuenta. Pero yo soy así Fede, no la pienso dos veces.
– Mirá, no te conozco, pero por lo que me contás pareciera que sos un chabón muy impulsivo – le dije.
– ¿Qué es eso? – me pregunta.
– Vos no lo pensás mucho, a vos te pasa algo y actuás sin medir riesgos. Y muchas veces esos riesgos te terminan perjudicando.
– ¿Sabés que nunca nadie me había dicho eso? Tenés razón loco, gracias – me dice.

Esas palabras de agradecimiento me llenan el alma por un instante. Jonathan me cuenta ahora cómo es su vida después de la cárcel.

– Yo ya no tengo trato con mi vieja, porque cuando caí en cana le prendieron fuego la casa para que yo no hable – me dice.

Los códigos que manejaba la banda para la que él trabajaba eran claros y directos. Te prendemos fuego la casa de tu mamá, y si llegás a hablar, no la ves más. La cercanía aquella noche con Jony me obligó, tal vez inconscientemente, a ponerme en su piel. Unos meses después de estar en “libertad” (y remarco con comillas esta palabra porque para mí implica mucho más que no estar preso) consiguió trabajo de plomero y gasista, y se enamoró.

– Yo hacía laburos por acá, por esta zona. Siempre pasaba por la cuadra de allá y la veía a ella, que tenía un puesto de ropa en la calle – me cuenta entusiasmado, como reviviendo aquel primer encuentro.
– Una noche la vi que estaba con tres chabones más. Uno me invitó a tomar una cerveza y al rato se fueron todos, y nos quedamos charlando con Ana como hasta las tres de la mañana.

Fue el inicio de un amor intenso. Al poco tiempo ambos estaban alquilando una pieza en Liniers. Pero una vez más, el destino le jugaría una mala pasada:

– Pero un día llegué del laburo y estaba todo cerrado, no podía entrar al departamento. Ella se había llevado los diez mil pesos que venía ahorrando desde hacía un montón amigo, yo me quería matar. No tenía ni un mango para pagar el alquiler, no tenía donde ir – habla esta vez con una mirada de dolor.
– ¿Sabés que pasa? La pasta base te hace mierda. Ella andaba en cualquiera desde antes que nos conozcamos. Y nunca la pude hacer cambiar. Así que estoy hace cinco días parando acá, y me quiero matar boludo. Pero un día de estos la voy a ir a buscar, porque la extraño. Yo la quiero, ¿me entendés?
– Obvio, se nota que la querés mucho. ¿Y qué le dirías?
– No se, que vuelva, yo quiero estar con ella.

Se hace un silencio. Me toca tomar del vino por enésima vez. Le doy un sorbo corto y se lo paso a Raúl. Jony me pregunta:

– ¿ Y vos Fede, qué es de tu vida? Contate algo.

Los miro a los dos. Me invade un sentimiento de profunda vergüenza y culpa. Me siento un privilegiado entre los privilegiados. No estuve preso, no viví en la calle, no fui adicto a las drogas duras, no peleé por la vida, no manejé armas, no me cagaron a palos, no me amputaron una pierna, no me clavaron una faca en el pulmón. Tengo poco para contarles, y me preocupa que mi cómoda vida de trabajador de medio tiempo y estudiante de filosofía les genere un entendible resentimiento. Pero tomo coraje y les cuento. Su reacción me sorprende:

– No! Re cheto, Fede – me dice Jonathan. A mí me gustaría estudiar algo, ¿viste? Me gustaría estudiar algo de mecánica o plomería, me gusta el laburo.
– Sos pendejo, che – le digo a pesar de los meses que nos separan de diferencia. Tenés todo el tiempo del mundo para estudiar algo que te guste. ¿Pero qué pensás hacer ahora?
– Mirá, mi patrón está de vacaciones hasta abril. Yo no le dije que estoy viviendo en la calle, porque me va a rajar. Pero lo estoy esperando, y ni bien venga lo voy a ir a buscar.

El vino vuelve hacia mí pero ya no quiero más. Las historias de Raúl y Jonathan son la historia de tantas miles y miles de personas en este país. Mientras escucho sus relatos no paro de pensar en las cárceles, en los refugios, en la clase dirigente, en la clase burguesa, en el amor, la muerte, la soledad y la calle. La calle es ese lugar del que nosotros, los que estamos protegidos entre cuatro paredes, escapamos de gente como ellos. La calle es el lugar donde ellos, que nadie los protege, se protegen a sí mismos con lo poco que les queda. Nosotros y ellos. Nosotros y los otros. Nosotros somos ellos. Nosotros y los otros somos todos. Todos somos uno.

Tiempo de despedirse. Me levanto y les cuento que me voy a tomar un colectivo para volver a mi casa, palabra que me da mucha pena pronunciar adelante de ellos. Son más de las tres de la mañana del lunes y el tiempo me espera para traerme de vuelta a la rutina de la semana. Antes de irme les doy unos pesos que me quedan en la billetera para que desayunen. Raúl me da la mano y Jonathan me abraza afectuosamente varias veces, y me promete que nadie en esa cuadra me va a tocar. Ese abrazo me llena de emoción. Jony está sucio, harapiento; tiene un olor fuerte, el olor de la calle, de la ciudad. Pero no me importa.

Camino treinta cuadras, fumo unos cuantos cigarrillos y pienso. Estoy solo con mi alma. Me siento feliz e impotente a la vez. Por momentos quiero ir hasta la Casa Rosada a poner dinamita en las tuberías subterráneas, por momentos veo pasar a los patrulleros y me dan ganas de hacerlos explotar en el aire. Pasan unas dos horas hasta que vuelvo a mi casa. Me acuesto en mi cama de dos plazas y me cuesta dormir.

Desde ese momento no puedo pasar delante de un pobre tipo o una pobre mina que vive en la calle sin sentir dolor, sin sentir que tienen una historia que contar, y que merece ser escuchada. Somos seres sociales con distinta suerte. Algunos nacemos con posibilidades de llevar una cómoda vida, relativizando la palabra comodidad a la situación socio económica de este país. Y yo soy uno de ellos. Y probablemente vos que estás leyendo esta nota a través de una pantalla también.

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