
Día de furia
Relato de un día de furia, que retrata la explotación cotidiana de la burguesía, y la sistemática renovación de la ilusión de un cambio político encarnado por esa misma clase explotadora.
Coches, pájaros y colectivos. Todo entra por mi ventana a diario, y hoy, al igual que en otras ocasiones, acompaña el particular sonido de los bombos. Particular no por el bombo en sí, sino por lo que este representa, al menos en esta ocasión. A media cuadra están cambiando las caras de la burocracia una vez más, mientras un buen número de personas identificadas con los dedos en “V” acompañan el evento. Mis respetos a la militancia aunque no coincidamos en ideas, siempre en pos de que sea auténtica por el bien común y no por el personal. Sin embargo, disculpenme, pero no veo motivo alguno para celebrar o para acompañar. Mis respetos para quienes pueden ver algo bueno en estos eventos parlamentarios, no es mi caso. De hecho, me parece un circo patéticamente cínico.
En las inmediaciones del lugar donde todo esto pasa, hay gente que fue expulsada por el sistema que el Parlamento sostiene y no sabe si esta noche va a cenar o va a tener un techo bajo el cual recostarse. Cuando las luces se apaguen, solamente ellos quedan, acompañados de su más absoluta soledad. Eso también pasa mientras uno pierde el tiempo escupiendo estas líneas. Pero al contrario de muchos de los que están participando de esta “celebración democrática”, de afuera y desde adentro, hay que reconocer las contradicciones. Reconocer que, en parte por inaptitud interna y coerción externa, uno no puede llevar adelante cada una de sus ideas. Pero también hay que entender que somos individuos, no Estado. Y como tales podemos abstraernos de él mirada crítica mediante o ser cómplices de las aberraciones que se hacen desde su lugar. Lo cierto también es que, como individuos, no tenemos sus recursos. Y se puede optar por dos vías creo yo: aprovechar sus migajas o enfrentarlo con los nuestros, a la vez que enfrentamos nuestras reconocidas y odiosas contradicciones. Así que reitero mis respetos a los aplaudidores de turno, sean con los dedos en “V”, de color amarillo, o con la identificación que prefieran. Pero como seres humanos. Porque su actividad cómplice, por acción u omisión, me resulta repulsiva.
La luz baja y ahora que reemplacé el ruído de la Ciudad por sedantes melodías, me pregunto si todo lo anterior fue un vómito de bronca por una jornada laboral asquerosa.
¿Quién no se asquearía de dedicarle 9 hs diarias de su vida a hacer las tareas que otro debería pero delega porque no tiene ganas de hacerlas? Por supuesto que uno nunca se va a colgar la medalla por los buenos resultados. ¿Quién no vomitaría de furia cada vez que se entera, o al menos le cuentan para que intuya, cuánto le llena los bolsillos a otro con su trabajo para finalmente conformarse con su vuelto? Y ahí va otra náusea. Y si, posiblemente haya sido todo producto de la desazón que provoca esa realidad. Pero no son párrafos independientes. Esos burócratas cuyo poder celebran los aplaudidores de turno son los que sostienen la impotente realidad de miles de millones de trabajadores en todo el mundo. ¿O acaso alguien pensó que solamente estaba hablando de mi? Si, esa historia es mía. Pero también es genérica. ¿Cuántos de los que están leyendo pueden sentirse ajenos a eso? Si así lo sienten, los invito a que analicen un poco su trabajo, ¿no piensan en eso cuando deciden votar? El 22 de noviembre me di cuenta que más de la mitad de mi país no. Y más de la mitad del mundo, aunque no tenga estadísticas a mano, parece que tampoco.
Los violines, la guitarra, y la batería que tapa definitivamente la contaminación sonora que viene del otro de la ventana logra su objetivo y me calma. Pero esa furia, ese odio (a contrapartida de las culturas pacifístas orientales) convive conmigo. Quizá algún día, dentro muchos años, cuando estas letras ya no se escriban, la ciudad ya no aturda y los violines ya no calmen, esa furia se transforme en cambio. Pero no de color amarillo y regalando globos. Sino dando vuelta el tablero, con los peones viéndose más que torres, alfiles, reyes y reinas, y pisándoles la cabeza para recuperar lo que alguna vez les quitaron: la primera fila en el ajedrez de sus vidas.