
Cromagnon
A un nuevo aniversario de la tragedia de Cromagnon, reflexionamos sobre la cultura del aguante, tan típica de nuestro país.
Recuerdo aquel 30 de diciembre, la madrugada y mi viejo despertándome con la televisión prendida. “Llama a tus primos”, fue su agitado requerimiento. No entendía nada, y de repente me cruzo con el amarillismo de Crónica. Posiblemente el hecho de que un factor interviniente haya sido una banda que escuchaba, hizo más duro el golpe. Cuando uno sostiene la frase “yo podría haber estado ahí” no necesariamente lo hace cómo método de generación de lástima en quien lo escucha. Es una realidad. Porque en el trasfondo no refiere a la literalidad de la situación, a la posibilidad de haber estado en un lugar con fuego y sin aire ¿Acaso algún músico o seguidor de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, Sumo, Soda Stereo, está en condiciones de afirmar que en la década del ’80 concurría a sitios del under sin riesgos? Permítanme dudar. Ahí también había funcionarios ausentes y corruptos, predecesores de quienes que permitieron la muerte de 194 personas aquel 30 de diciembre del 2004. Algún cortocircuito, cable pelado o sótano sin salida de emergencia, por más triviales que parezcan, podrían haber causado una “Puerta 12” en el ámbito del rock.
Pero, y qué me perdonen los cánticos populares, a los pibes no los mató solamente la corrupción. Tampoco su único cómplice fue un empresario cínico y avaricioso. A estos jóvenes también los mató la propia cultura de la que formaban parte. Es difícil encontrar culpables tangibles en ese sentido. Habría que hacer un fino revisionismo del origen de muchos factores que la cultura que envuelve al rock contiene, pero tampoco ese el punto.
Hablar de esa cultura desde la perspectiva artística de la música es imposible. El arte posee un alto grado de subjetividad y esta exposición intentaría ser refutada, aún ante los peligros que lo cultural acá presenta. Por eso propongo que tomemos la música, dentro de todo lo bello y sensible que podemos decir de ella, como un acto comunicacional. Ya sea escuchando un disco en el sillón de casa o en un recital, intervienen dos actores: el músico, predeterminado emisor, y el oyente o seguidor de la banda, presupuesto receptor. Está claro que, fundamentalmente en el ámbito de un espectáculo en vivo, estos roles son por momentos variables. Sin embargo, aunque la mística intente lo contrario, es innegable que el protagonista de ese intercambio es el músico. Seguramente a cada uno de los integrantes de una banda les recorre la sangre innumerables sensaciones al ver delirar a cien o cien mil personas con su mensaje y sus acordes. Pero lo central de la situación es lo que el público percibe mediante el mensaje y el sonido de los instrumentos. Si no hubiese propuesta musical de un grupo reducido de personas hacia otro grupo menor, igual o mayor, no habría recitales; no habría rock.
Este protagonismo implícito es lo que la cultura del rock, al menos desde que quien escribe tiene memoria, viene a romper (lamentablemente de forma insana). Por un lado, está la mística de la previa, donde un grupo se junta a compartir comida, alcohol y algún “amenizante”. Quizá esto (aunque al “careta” les parezca mentira) es lo menos violento. Desde ya que ningún exceso es bueno. También están las remeras, los colgantes, los tatuajes que fuera de la ceguera que causa cualquier fanatismo, no representan más que una demostración al otro de pertenencia. Una primera aproximación al “aguante”. Y por último, pueden considerarse factores decisivos para medir el aguantómetro, los cánticos, las banderas y la pirotecnia. Aprovechemos las fiestas y retrotraigámonos a la infancia. Mientras uno tiraba un chasquibum, un familiar, amigo o vecino, prendía un rompeportones. Cuando, ya un poco más grandes, nos animábamos al fosforito, la misma persona antes mencionada tiraba una bomba de estruendo con un mortero. Eso le daba popularidad, la tenía más grande. Igual que una hinchada de fútbol que le roba las banderas a otra, o despliega un telón que ocupa toda la tribuna. Emotivo, sí. Pero no tiene otra finalidad que buscar la superioridad, demostrar quién se la banca más. Eso mismo representa el grupo en fila encabezado por alguien con una bengala, seguido por varios mostrando una bandera, como si ambos elementos no se pudiesen combinar en un desenlace cuanto menos peligroso. El aguante.
Esa es la cultura culpable que interpeló a una persona a accionar un “tres tiros” en un lugar cerrado, combinada con una media sombra y puertas de emergencia deliberadamente trabadas que un Estado plagado de corrupción no controló, y acondicionadas de esa forma por un empresario que en cada joven que entraba a su local solo veía billetes. Desde ya que para la ley, la persona que disparó al techo hubiese recibido algún tipo de castigo. Pero eso es socialmente reduccionista e insuficiente. El problema no fue él o ella. El problema es la cultura que los atraviesa.
Posiblemente esta reflexión pueda ser atacada, tratada de elitista, o comparada con un informe de Rolando Graña. Pero quién escribe, con algo de experiencia en lo que habla, solo intenta aportar un elemento más que considera necesario revisar para que un hecho de estas características no se vuelva a repetir. Porque, si bien (y como siempre pasa, los cambios ocurren post-tragedia) este hecho marcó un punto de inflexión en la consciencia de muchos, particularmente de muchos músicos, hace algunos años por un hecho similar tuvimos que lamentar una nueva víctima en un recital de La Renga. Por supuesto que 194 víctimas es un número que duele e impacta, pero no deberían ser ni una sola.
Finalmente, y por si a alguien le interesa, mi prima contestó los llamados. Se había perdido el recital porque no había conseguido entradas, al igual que su novio (hoy su marido). Sin embargo, los amigos de él no corrieron su misma suerte. Algunos hoy tienen la posibilidad de “pelarla de al lado, de cerca o muy lejos y no pueden reír sin llorar” al recordar a aquellos que no pudieron escapar.