
Acción directa
La explotación del sistema capitalista que sufrimos en carne propia nos obliga cada tanto a replantearnos un horizonte de acción a corto, mediano y largo plazo.
Las experiencias personales que uno experimenta a diario le hacen darse cuenta que las cosas no andan bien. Algo tan repetitivo y apático como un día de trabajo en la semana se convierte en un espectáculo visual de injusticias sociales: gente durmiendo en la calle; más gente pidiendo limosna para comer; gente que trabaja los 365 días del año sin conocer feriados, fines de semana, fiestas o descansos; infraestructura devastada; violencia a la vuelta de la esquina; discriminación de género, clase social o color de piel; pobreza; miseria; exhibicionismo; desigualdad y hambre a pocos minutos de las grandes urbes -o saliendo de sus entrañas-.
Vamos a ponerlo un poco en una perspectiva marxista.
El día a día de las grandes masas consiste en dedicar enormes porciones de su tiempo, su energía vital y su salud a servir a otros, a cambio de salarios despreciables. Esos otros son los patrones, dueños de los medios de producción, los cuales aprovechando el marco jurídico de protección de la propiedad -haya sido ésta conseguida legítima o ilegítimamente- que ofrece el Estado -sostén del régimen capitalista- extraen permanentemente plusvalía de los asalariados mediante sus cada vez más tecnológicos bienes de capital. La paga que reciben los asalariados a cambio de esto está divorciada de su trabajo: responde a la necesidad de enriquecer a los propietarios de los medios de producción y perpetuar su dependencia de este sistema extractivista y explotador.
Esto logra que tengamos que dedicarnos tiempo completo a tareas mecánicas, repetitivas, desalentadoras y frustrantes, mientras dejamos de lado nuestras verdaderas vocaciones o sólo las practicamos en nuestro tiempo libre: los famosos hobbies. El hecho de que semejante injusticia no produzca una revolución a la vuelta de cada esquina se explica por el accionar de diversos mecanismos impuestos a nosotros como condicionamiento desde muy pequeños. Romper las cargas sociales, los hábitos y el comportamiento obediente que se ha desarrollado durante toda una vida es una tarea sumamente caótica. Desde el vamos vivimos inmerso en un sistema que nos impone limitaciones y presiones sociales, familiares, culturales y educativas.
El sistema educativo hegemónico como lo conocemos en la actualidad es el fruto de la necesidad de crear masas homogéneas de personas obedientes, destinadas a ejecutar tareas secuenciales, mecánicas y repetitivas. Su auge coincide con la aparición de las técnicas de súperproducción-súperexplotación a gran escala: la fabricación en serie y las cadenas de montaje. La separación de los chicos en grupos de igual edad; la utilización de uniforme; la formación -proveniente de los círculos militares-; la escolarización compulsiva; la calificación y su consecuente clasificación; los test de coeficiente intelectual; el sistema de premios y castigos; la imposición de una cultura y una única forma de ver la vida, la sociedad, la historia, el presente y el futuro son algunas características salientes de esta máquina -sistema educativo- que crea piezas idénticas de una máquina -sistema productivo- para perpetuar la opresión a gran escala.
Si comparamos el ecosistema laboral de un asalariado con el de un alumno de una escuela vemos paralelismos asombrosos: el castigo a una llegada tarde a la escuela es idéntico al de una llegada tarde a una oficina; las evaluaciones de desempeño de un trabajador de una empresa de servicios se asemejan demasiado a los exámenes de las unidades académicas; la reglamentación de la vestimenta se repite calcadamente; y un sinfín más de ejemplos.
Pero esto es apenas un mecanismo de dominación -y sumamente eficaz- sobre nosotros, para adormecer el cuestionamiento del orden establecido. Desde el punto de vista cultural, el paradigma reinante que hemos recibido las últimas generaciones ha sido el consumismo. En un mundo cada vez más volátil en todos sus aspectos, vivimos sobre-estimulados a través de una cantidad inmensa de canales -televisión, radio, Internet, publicidad urbana, diarios, revistas, libros- que nos despiertan en nuestro interior deseos impulsivos de tener y descartar, de ir incesantemente en la búsqueda de aquello que todavía no alcanzamos, y que cuando lo alcancemos -si es que podemos- no lo podremos disfrutar. Este impulso al consumo voraz produce un efecto de alienación y pérdida de la consciencia social -o acaso me cuestiono cuántos africanos dejaron su vida para extraer los metales para fabricar el celular que duerme al costado de mi computadora mientras redacto esta nota- escondidos en una falsa sensación de bienestar.
El final de este intento de análisis social y cultural es abierto. Como han de imaginar, no tengo la respuesta sobre cuál es la solución a este sistema que nos acecha. Probablemente, un camino sea el de la cooperación, el voluntarismo y la libertad. Eliminar trabas, barreras, empezar por uno mismo y por lo más pequeño, lo más indivisible. Lograr un cambio mental y emocional que nos genere una libertad de pensamiento y nos permita actuar sin auto reprimirnos. A partir de ahí, buscar socializar, asociarnos. Crear e intercambiar ideas, nutrirse de los demás, encontrar puntos de contacto entre nuestras vidas y alimentarnos de la diversidad. Tratar de llevar a la práctica nuestras intenciones más nobles, humanizarnos y por sobre todo, poner amor en cada una de nuestras acciones. Y actuar. El mundo está pidiendo a gritos que sea el momento de la acción directa.