
El engaño
Eran cerca de las doce de la noche. Salió del Luna Park, tomó el colectivo y luego de cuarenta y cinco minutos de los que nada recuerda, llegó a la estación. Aún le quedaba un tramo de viaje en su regreso a casa. Las inseguridades heredadas lo obligaban a tomarse un remis a destino. Conocía la estación, sabía que cualquier remisería tendría algunos minutos de demora, pero su cansancio lo motivaba a llegar lo más rápido posible a su cama. Recurrió al servicio que brindaba el Bingo; sabía que tenía que fingir el consumo de algún vicio previamente para que lo dejasen subir. Lo sabía tanto como sabía que ella estaba adentro. Ella y su conocimiento sobre el servicio de remises del Bingo tenían relación: ella era habitué y en más de una ocasión lo había arrastrado hacia ese nefasto lugar con la excusa de un desayuno cuya relación precio-calidad era inexistente en otros lados, y así poder saciar su afición por los vicios que este lugar motivaba.
Su aspecto no era el mejor, estaba cansado, tenía algo de hambre y mucha sed. Sin embargo la pelea de la noche anterior completaba el recipiente de inseguridad que en su ser se había gestado desde el inicio de la relación. Él era un año más joven (aunque no lo supiera), y aunque solo sea un número, sus historias previas mostraban esa diferencia, sino más. Quizá la atractiva combinación entre haber sido el primer cuerpo desnudo que se presentó ante sí y la primera chica que le demostró, al menos en su imaginario, correspondencia en su amor causaron una ceguera que generó ese miedo en su persona. Era un miedo como el que se presenta ante quien tiene un tesoro invaluable. Sin embargo, no era más que la expresión del poco valor que tenía por sí mismo en los ámbitos donde la inexperiencia le daba absoluta inseguridad.
Sabía que no debía darle lugar a los temores alborotados en su mente, pero el impulso de todo joven pudo más; apagó el cigarrillo y entró. Detestaba ese lugar y todo lo que él representaba. Era un lugar donde intencionalmente se buscaba perder la noción del tiempo, pero en ningún sentido positivo que esto pudiese representar. No comulgaba con ningún valor, ningún vicio que allí se pudiese expresar. Trampa, mentiras, adicciones, avaricia, derroche, desinterés, superficialidad. Cada vez que entraba se sentía sucio, pero ahí estaba una vez más. Armó una pequeña y rápida lista de los submundos que ella frecuentaba y la buscó. La sala del bingo, las máquinas del pasillo de la izquierda, al fondo, y el gran salón de la entrada. Y la encontró. Porque el que busca encuentra, pero el que busca donde no debe… encuentra lo que no quiere.
Las sensaciones más profundas que emanaban de sus temores se apoderaron de él. Lo rodeó una gran nube de desorientación que no le impidió moverse lentamente, aunque fuese por inercia. Cada paso pesaba más que toda la construcción de ese mugroso lugar, hasta que finalmente se posó a su lado. Ella estaba sentada arriba del tercero en discordia, besándolo con los ojos cerrados llenos de pasión, y disfrutando de la estupidez que le generaba el movimiento de las figuras en la pantalla. Giró su cabeza y lo vio.
—Uuuuhh…
—Vamos afuera —dijo él, con el rostro envenenado con la más pura de las iras.
—¿Qué queres hablar?
— Vamos afuera a hablar, ya. No me hagas armar un escándalo acá adentro.
—Perdoname.
—Creo que estoy siendo claro, vamos afuera.
No le sacaba la vista de encima, estaba compenetrado en sus falsos ojos; compenetrado en la mirada de ella, una mirada que dejaba entrever la lástima que en este momento sentía por él, la densidad de tener que atravesar un momento que nunca creyó que llegaría, y las ganas de huir de esa situación.
—Flaco, pará, calm… – intentó decir el tercero en discordia, sin tener la más mínima noción de la violencia que recorría el cuerpo de su contrincante.
—Callate o te desfiguro la cara contra la pantalla —sentenció él, sin dejarlo terminar. Había policias en la entrada y sabía que no podía hacer mucho, pero poco le importaba.
Finalmente, ella aceptó la invitación y salieron del Bingo. Sus suposiciones se confirmaban: ese era el lugar donde mejor se expresaba la mugre del ser humano. O lo que él consideraba “mugre”. Caminaron a una distancia considerable hasta la esquina de la estación, doblaron a la izquierda y se sentaron en el escalón de un kiosko ya cerrado. Difícilmente podrían describirse en estos párrafos los sentimientos que implosionaban en su interior.
—¿Por qué? —dijo él llorando.
—No sé…
—¡¿Por qué?! —insistió, en un grito que emanaba todo el odio que un amor herido de muerte puede transmitir.
—No sé… No sé qué decirte, no me sale nada. Sólo pedirte perdón… perdoname.
—Es increíble. En este preciso momento siento un odio que nunca sentí. Desearía no amarte más… pero todavía te amo.
Sin mirarse, sin rozarse, ambos compartían las lágrimas. Ella, en el único acto de humanidad de su relación (aunque él no hubiese notado que así era) lloraba de plena culpa. Sabía que él, en su inmadurez, la quería, la respetaba y la trataba como pocos trataban, y ella había incurrido en un acto que él consideraría la traición máxima a su dedicación y su amor. Él lloraba sin consuelo, buscando un hombre que lo justifique y lo contenga sin encontrarlo, ante tamaño golpe a sus sentimientos y su autoestima.
—Tengo que volver. Adentro está mi mamá —le dijo ella, como si todo esto no fuese más que un berrinche.
—¿Vos me estás cargando? ¿Me querés seguir tomando por estúpido en la cara? ¡Adentro está ese hijo de puta! ¡¿Te pensás que no sé que vas a volver para estar con él?!
—No es así. Adentro está mi mamá, en serio.
—Encima me hiciste quedar como un boludo delante de tu vieja… No lo puedo creer.
—Perdonáme… hagamos una cosa. Andá a tu casa, yo le aviso a mi mamá que me voy y hablamos allá.
Nunca supo por qué, pero aunque la mentira era evidente, él le creyó. Pateó una botella vacía, aplastada—como su vida en ese instante—, y se fue sin mirarla. Camino a la fila se secó las lágrimas. Subió al remis y le indicó el camino con la dureza de quien se repone de un duro golpe. Llegó a su casa, pero no entró. Poco le importó la fama poco agradable que tenía su barrio a altas horas de la madrugada, se sentó en el cantero, se prendió un pucho y la esperó. Ella vivía a una cuadra, inevitablemente la vería llegar. Pero eso nunca pasó. Esperó lo que dura un atado y medio de veinte cigarrillos cuando uno está nervioso. Adentro lo esperaba la cama, la almohada, con la soledad y la más profunda tristeza reposando en ella. Lo esperaba el sueño (y todos sus riesgos), el amanecer, el trabajo y la facultad. Apenas podía pensar en todo eso, lo suficiente para diseñar rápidas formas de evitar los dos últimos. Se paró, tiró el último cigarrillo junto con los restos de su paciencia y miró por última vez hacia la casa de ella. Vio una vez más el frente quieto, sombrío, acompañado del sonido del viento que anuncia un diluvio.
Le dolía. Estaba perdido, furioso, desconcertado. No entendía por qué. Por qué lo había hecho, ni por qué ese hecho lo ponía así. Para nadie un hecho semejante pasaría desapercibido, tampoco para él. Mientras subía la escalera, empezaba a ver con muy poca claridad los resultados de su sufrimiento. Reposó los codos en el mármol de la cocina, abrió la ventana y prendió un cigarrillo que encontró al costado de una hornalla. Sus ojos se posaron en la nada mientras soltaba lentamente el humo y dejaba caer las cenizas sin interés. El cielo estaba repleto de nubes que tapaban y apenas permitían observar una enorme luna llena. Vio allí las dos piezas que lo comenzaban a poner en jaque para enfrentar un dolor inabarcable (sin ella como protagonista): cuestionar sus valores o su propia vida, o darle sin más un digno final.
*Originalmente publicado en El Parapeto.